martes, 4 de noviembre de 2014

Pedro J. Ramírez


Pedro José Ramírez Codina (Logroño, 26 de marzo de 1952, Aries) tiene tonsura de ex papa sicalíptico de la prensa. Pedro J. Ramírez usa tirantes para resistirse a ese hábito periodístico tan contraproducente de bajarse los pantalones frente al poder, para que el poder pueda dar por detrás, que eso de mirar a la cara sería como hacer el amor, y al poder, casi por definición, lo que le va es joderte por el culo.

Pedro J. no sabía si hacerse leguleyo o plumilla, y hasta coqueteó con el magisterio antes de sumergirse en las letrinas de la sociedad y la política para mostrarnos la mierda a los ciudadanos. No me extrañaría que la película de Todos los hombres del presidente le sacara de dudas y le marcara el tortuoso camino del periodismo, viéndose a sí mismo como un Bernstein o un Woodward (puestos a elegir, más bien este, interpretado por Robert Redford) desentrañando Watergates patrios y departiendo con gargantas profundas. Empezó a ejercer en ABC, y con menos de treinta le pusieron a dirigir Diario 16, donde se tomó tan en serio que era el cuarto poder que quiso vérselas con el primero, el segundo y el tercero; y claro, acabó perdiendo.

Sin embargo, meses después, Pedro J. fundó el diario El Mundo del siglo XXI con unos colegas, y la cosa salió bien, porque el periodismo peleón no suele ganar guerras, pero sí lectores, que estaban un poco adormecidos entre el internacionalismo cultureta de El País y el monarquismo inquebrantable del ABC. Pedro J. y su navío surcaron los siete mares, dejando novias y enemigos en cada puerto. Resumiendo mucho, arponearon de muerte el GAL, pero el 11-M agujereó el sollado, y Moby Dick Rajoy provocó un maretazo que casi tira al capitán por la borda. Pedro J. aguantó en la amura de estribor enganchado por sus tirantes, y desde ella empezó a arrojar sus arpones al cachalote. Pero Rajoy tiene más de acerico que de cetáceo, y por eso exhibe su sonrisa bobalicona de no enterarse de nada con la espalda llena de agujas.


Así que, quizá por pura frustración, el ex capitán se ha puesto a arponear su propio periódico y a su nuevo capitán desde el mundo analógico y digital, conformando una especie de folletín que ya quisiera haber escrito Alejandro Dumas padre. Puede que no sea frustración, sino el deseo de un despido improcedente. Pedro J. ya no puede ser segunda espada, y entiendo que si se conforma con eso es porque está esperando que ciertos planes prosperen y le coloquen nuevamente al timón. Eso sí, que sea en un navío digital, que lo del periódico crujiente al desayuno es muy literario, pero estoy hasta los cojones de que la prensa facilite a los políticos papel con que limpiarse el culo. Seguro que con sus ipads no lo harán, aunque se los hayamos pagado nosotros.

martes, 21 de octubre de 2014

Teresa Romero


María Teresa Romero Ramos (Becerreá, 1970) asoma unos ojos chiquitos desde su rostro de hogaza gallega. Los labios entecos y sin forma parecen poco dados a la sonrisa, pero tampoco a la amargura, y el corte de pelo al estilo fregona confirma que eso del glamour le suena sólo de las películas. Teresa Romero lo bueno y lo malo lo tiene por dentro, quizá como todas las cosas que importan de verdad.

A Teresa Romero no la conocía ni Dios, y a pesar de todo se dedicó a atender a un religioso que se moría enfermo de ébola, un virión o virus cabrón para los legos, que el hombre blanco creía haber acotado en el África negra, donde no molesta. Ironías de la vida que una caridad cristiana, apostólica y romana  mal entendida propiciara el desembarco de esta peste divina en el corazón de las Españas. Vamos, que aquí se plantó el ébola no por la mano de Dios, sino por la mano del hombre, ese hombre empeñado en ser Quijote, o cura, no sé si para que le voten los quijotes o los curas, o ambos.

El caso es que nos cuentan una gallofa para tapar otra, que así tenemos la casa que cuando nos pongamos a rascar se nos va a quedar en ná, y el religioso se muere, como correspondía a un mártir que igual hacen santo. Para asegurarse, trajeron a otro, a ver si también se nos pegaba algo de paciencia y sacrificio, que es algo que predican mucho desde que tenemos una obispa alemana. Pero lo que se pegó fue el ébola, porque somos muy de chapuzas improvisadas y hacer las cosas importantes en dos minutos. Y Teresa Romero, enfermera, una de esas personas que se dedica a cuidar a otras, que no salía en la tele, ni daba ruedas de prensas, ni cantaba coplas, ni jugaba al fútbol, una ciudadana anónima, casi se nos muere.

Todo un país entelerido como si viviera una película de Romero o la versión auténtica de Walking Dead, con una ministra inerme que solo quería meterse debajo del Jaguar y un presidente rezando porque la paisana no se le muriera en un charco de sangre, porque podía ser la gota definitiva, esta vez sí que sí, que sacara a la mayoría silenciosa a las calles a cabalgar los leones de bronce.


Pero se obró el milagro, también, como todos, no por la sangre de Cristo, sino por la del hombre, o de la mujer en este caso, que la cedió por pura solidaridad, a pesar de que a ella no la trajeron de África como a sus jefes. Teresa Romero se ha curado gracias a ella y porque la han atendido los expertos, porque ella misma ha luchado con lo que importa, que es lo que guardamos dentro, digan lo que nos digan desde fuera: voluntad y entereza. Los políticos que se hagan a un lado, a ver si así curamos un país que también está enfermo.

viernes, 3 de octubre de 2014

Miguel Blesa


Miguel Blesa de la Parra (Linares, 8 de agosto de 1947, Leo) tiene pinta de loro enteco, valetudinario y resabiado. A Miguel Blesa se le ha ido cayendo la cara desde el pico ganchudo de la nariz, no de vergüenza, sino de ausencia de cosméticos, que en la farmacia de la cárcel no dispensan la L’Oreal para los rostros, sino para mantener firmes los anos de los presos, que de tanto mancillarlos se descuelgan, se afean y se ensanchan; y claro, no es lo mismo. Miguel Blesa ha perdido también la soberbia de la mirada y el plumaje de la melena, que antes le crecía tan erguida y poderosa que tenía que aplacarla con gomina, laca o afeites, estilo Gordon Gecko, el personaje ochentero que tan bien interpretara Michael Douglas en Wall Street.

Miguel Blesa, licenciado en Derecho, debió de fijarse mucho en el personaje mencionado, imitándolo en el peinado, los trajes y la actitud. Miguel Blesa debía de verse a sí mismo como un depredador financiero, un hombre poderoso de los de hacer y deshacer a su antojo, de ver a la gente diminuta desde su despacho en Caja Madrid de la Torre Kio, de alternar únicamente con lo más granado de la sociedad, que no siempre es lo mejor. Miguel Blesa asumió que él no era como los demás, que la educación y la moral corrientes no van con él y que eso de las mujeres y los niños primero es para los fontaneros, los obreros y los dependientes. Él no era un hombre, sino un superhombre al estilo nietzscheano, ese que busca y encuentra su propia ética, una que no coarta ambiciones ni apetitos, esa del primero yo, le pese a quien le pese. Así es como resulta sencillo timar a enfermos, ancianos e iletrados; así es como se puede tirar de tarjeta cuando la entidad que se preside está en números rojos; así es como puede uno indignarse si le meten en la cárcel. Miguel Blesa se ha creído con más derechos que los demás, porque su poder le daba el derecho. Él creía, como muchos poderosos, que vivía en la jungla, donde el fuerte se come al débil y no hacerlo es contra natura.


Su uso rapaz de la tarjeta negra de Caja Madrid fue su canto del cisne, su último rugido contrariado y rencoroso de rey defenestrado. Cuentan los fabulistas que el loro ya no vuela, que ríe poco y tose mucho. Que ya no frecuenta los hombros protectores de sus amos, que la humanidad le resulta chabacana y maloliente. Vuela raso ahora el loro que quería ser gaviota.

jueves, 2 de octubre de 2014

Arda Turan


Arda Turan (Estambul, 30 de enero de 1987, Acuario) parece uno de los guerreros legendarios y un poco aceitosos de 300, aquellos espartanos de Leónidas que resistieron a los persas en las Termópilas. Arda Turan parece más macho con ese pelo rapado y esa barba tupida de animal peligroso, porque antes Turan era como un indigente mendigando balones en el campo del Galatasaray, donde debutó. Al llegar al Atlético de Madrid se cortó un poco el pelo, y fue como el hermano paleto de Ashton Kutcher, mansueto y lerdo. Ahora la barba belicosa le ha poseído, y sus labios carnosos ya no parecen prestos a la felación en los vestuarios, sino al gruñido y al grito en el césped.

Arda Turan metió ayer un gol a la Juventus, con lo que el Atlético sigue en la Champions después de un partido de mucho mirarse primero y bastante patearse después. Ya se sabe cómo juegan los italianos, con esa parsimonia que ataca los nervios del rival, cerraditos atrás, que ya llegará el momento. El Atlético hizo algo parecido, pensando quizá en ganar a los italianos en su propio juego, y así fue. Turan encontró el balón al segundo palo y lo clavó en las entrañas de esas otras Termópilas guardadas por Buffon.

Arda Turan no es un gran goleador, ni su posición en el centro del campo se lo permite. Pero ahí está, bregando, como toda la menestralía del Atlético de Madrid, de todos los equipos que no son pequeños pero lo parecen frente a los dos de siempre en que parece que se divide España. Son equipos en los que los jugadores todavía pueden ser ellos mismos y no muñecos con etiqueta. Son personas que sudan y huelen, que no parecen modelos ni cuando posan, que hacen los anuncios que no quieren hacer los blancos y los azulgrana. Gente, en fin, currantes del balón más que futbolistas.


Arda Turan, guerrero de espinilleras y tacos en las botas, seguirá ayudando a su equipo a conquistar esa copa tan blanca, que a lo mejor regada con la sangre de la lucha se vuelve rojiblanca, para variar.

miércoles, 1 de octubre de 2014

Miguel Arias Cañete


Miguel Arias Cañete (Madrid, 24 de febrero de 1950, Piscis) tiene pinta de Papá Noel o de David el gnomo gracias a su nariz simpática, sus gafas redondas y la albura de su barba. Miguel Arias Cañete nos seduce y embelesa cuando degusta un yogur caducado, un jamón ibérico, una sardina gibraltareña o un cerebro de mujer; es lo que tienen los gordos de barba blanca, que son al género humano lo que los osos polares al reino animal.

Miguel Arias Cañete se me examina hoy en el Parlamento Europeo de Comisario de Clima y Energía, que casi son asignaturas antagónicas por cuanto lo que beneficia a la una perjudica a la otra y viceversa. A Cañete van a freírle a preguntas durante tres horas, pero habiendo sido abogado del Estado en su juventud, y corriendo la mayoría de preguntas a cargo de su grupo parlamentario, yo creo que aprobará con nota. Puede que la cosa cambie si sus examinadores son mujeres, porque a lo mejor entonces al exministro le da por aleccionarlas y corregirles las preguntas con esa campechanía tan valorada en España y tan denostada en el resto del mundo, salvo quizás en Italia, donde el más campechano del mundo llegó a Primer Ministro.

Otro asunto que podría obstaculizar la carrera del europarlamentario es que hasta hace unas pocas semanas Miguel Arias Cañete era accionista de empresas petroleras, pues vendió las acciones para no incurrir en previsibles conflictos de intereses si llegara a Comisario de Clima y Energía. Pero a pesar de la venta, muchos recelan de una persona que, tal y como está el mundo, ha recurrido al petróleo para lucrarse. Es como si David el gnomo hubiera tenido acciones de un aserradero, o Papá Noel de una empresa de plásticos. Enterarnos de esas cosas es como perder la inocencia por segunda vez tras averiguar que los Reyes Magos son los padres.

Yo imagino a Arias Cañete, tan espiritoso él, tan resuelto y bonachón, respondiendo a las preguntas con un poco de sorna y cachondeo, hasta que le entre el hambre y sus compañeros de partido pidan un receso para permitirle zampar algo y evitar así que se abalance sobre alguna europarlamentaria apetitosa de la primera fila. Aunque como en España no se come en ningún sitio.

martes, 30 de septiembre de 2014

George Clooney


George Timothy Clooney (Lexington, 6 de mayo de 1961, Tauro) es el ejemplo vivo de que hay hombres que mejoran con la edad. En George Clooney los años han conseguido hacer el milagro de la cuadratura del círculo, y su rostro macarra de juventud, mezcla de Lorenzo Lamas y David Hasselhoff, ha evolucionado hasta a quintaesencia del galán de Hollywood. Clooney posee un mentón recio, sonrisa profidén y ese cabello canoso que todos quisiéramos tener a los cincuenta, para ruina de Just for men. Para rematar la faena, es simpático, parece listo y encima puede hacer lo que le sale de los cojones.

George Clooney se casó ayer en el ayuntamiento de Venecia con la abogada Amal Alamuddin (no sé si existirá otro nombre más de princesa que este), aunque la zambra ha durado cuatro días, quizá en honor a la religión drusa de la novia, que prescribe festejos de hasta siete. Es irónico que la duración del enlace se haya alargado más que algunos de los noviazgos del actor, aunque me parece el modo perfecto de asegurarse de que te casas con la mujer adecuada: si al tercer día de fiesta no te has arrepentido es que es la buena.

Llama la atención que todas las fotos que he visto del evento parecen de catálogo de El Corte Inglés. Quizá sea que Clooney cae bien incluso a los paparazzi más impertinentes y por eso siempre le sacan guapo, o que los actores saben instintivamente cuando hay una cámara rondando y posan en décimas de segundo. Ni un dedo en la nariz, ni un bostezo desproporcionado, ni una mala cara. ¿Es que esta gente no se tira pedos? ¿De verdad se puede ser sublime cada segundo de la vida?

Si George y Amal no tienen hijos, solicitaré que me adopten, que conmigo pueden ahorrarse la adolescencia, las borracheras y la matrícula de la universidad. George es célebre por su generosidad y su activismo en favor de los derechos humanos, así que igual le convenzo para que me saque de este mundo real en el que vivo, lleno de pobreza, olores desagradables, envidias absurdas y sobres que siempre pasan por las manos de otros. Yo quiero vivir en su cuento, ese en el que un golpe de suerte te saca de la rutina de vender zapatos o seguros para meterte en una serie de televisión, luego en películas y finalmente te convierte en estrella. Ahora comprendo, tarde, por qué hay tanta choni y tanto yoni que solo quieren ser tronistas o entrar en Gran Hermano. ¿Quién coño querría deslomarse trabajando cuando aparecer en la tele puede transportarte a las Mil y Una Noches?


Yo no quiero ser John Malkovitch, yo quiero se George Clooney, y que se mueran los feos.

lunes, 29 de septiembre de 2014

Risto Mejide


Risto Mejide Roldán (Barcelona, 29 de noviembre de 1974, Sagitario) tiene cabeza de bombilla a fuerza de concebir ideas y parirlas poco a poco, de modo que se le van acumulando en el cráneo, que se le hincha por arriba. Así, no es que se esté quedando calvo por suicidio capilar, sino que el mismo pelo tiene que cubrir cada vez más superficie. Por el contrario, Risto Mejide gasta nariz, boca y orejas pequeñas, aunque tiene buen olfato, dice verdades como puños y escucha más de lo que parece. En su pétreo rostro impostado lo que destacan son sus gafas y por tanto sus ojos, como los de una mosca cojonera, porque como buen publicista, lo que hace Risto es ver y mirar. Él sabe que la imagen manda, que lo visual lo es todo y que sin ello no sería nada.

Pero Risto Mejide me lleva gafas oscuras para ocultar el alma de la mirada y que los demás no sepan si es de verdad o no. Risto jugó con esa ventaja cuando ofendía criaturitas talentosas y la juega ahora mientras pregunta a monstruos con oficio sobre un sofá con nombre de perro. Viajando con Chester es una prueba más de que a él lo que de verdad le importa es la imagen, pero le ha quedado un marco tan perfecto que no sé si lo enmarcado es auténtico o han usado Photoshop. Las buenas conversaciones no surgen en entornos bien iluminados con cámaras alternando el plano y contraplano, pero eso él ya lo sabe. Yo querría que Risto emitiera la charla posterior con el invitado, porque creo que su programa es como ese mal polvo que se salva con el cigarrito de después, más satisfactorio, más enjundioso y más relajado porque se han mostrado todas las cartas y los antifaces descansan sobre la mesilla de noche.

Yo quisiera escuchar a Risto y a su contertulio sin los antifaces, en el sofá gastado de un piso de mierda, miserablemente iluminado por las farolas de un parque que aún guardara las sombras de los niños. Yo quisiera su programa en la radio (medio que ya ha probado), donde los brillos no me distrajeran de las palabras, esas por las que muere el pez. Pero Risto Mejide es animal televisivo, el que posa en los platós y alterna en los despachos, aunque presuma de escritor y tontee con la música. En la tele Risto puede mirarse y admirarse como en un espejo, ver cómo le queda el traje, la sonrisa pilla y el gesto levantisco.

Te quedan de puta madre, cabrón, y lo sabes.