María Teresa Romero
Ramos (Becerreá, 1970) asoma unos ojos chiquitos desde su rostro de hogaza
gallega. Los labios entecos y sin forma parecen poco dados a la sonrisa, pero
tampoco a la amargura, y el corte de pelo al estilo fregona confirma que eso del
glamour le suena sólo de las películas. Teresa Romero lo bueno y lo malo lo tiene
por dentro, quizá como todas las cosas que importan de verdad.
A Teresa Romero no la
conocía ni Dios, y a pesar de todo se dedicó a atender a un religioso que se
moría enfermo de ébola, un virión o virus cabrón para los legos, que el hombre
blanco creía haber acotado en el África negra, donde no molesta. Ironías de la
vida que una caridad cristiana, apostólica y romana mal entendida propiciara el desembarco de esta
peste divina en el corazón de las Españas. Vamos, que aquí se plantó el ébola
no por la mano de Dios, sino por la mano del hombre, ese hombre empeñado en ser
Quijote, o cura, no sé si para que le voten los quijotes o los curas, o ambos.
El caso es que nos
cuentan una gallofa para tapar otra, que así tenemos la casa que cuando nos
pongamos a rascar se nos va a quedar en ná, y el religioso se muere, como
correspondía a un mártir que igual hacen santo. Para asegurarse, trajeron a
otro, a ver si también se nos pegaba algo de paciencia y sacrificio, que es
algo que predican mucho desde que tenemos una obispa alemana. Pero lo que se
pegó fue el ébola, porque somos muy de chapuzas improvisadas y hacer las cosas
importantes en dos minutos. Y Teresa Romero, enfermera, una de esas personas
que se dedica a cuidar a otras, que no salía en la tele, ni daba ruedas de
prensas, ni cantaba coplas, ni jugaba al fútbol, una ciudadana anónima, casi se
nos muere.
Todo un país entelerido
como si viviera una película de Romero o la versión auténtica de Walking Dead,
con una ministra inerme que solo quería meterse debajo del Jaguar y un presidente
rezando porque la paisana no se le muriera en un charco de sangre, porque podía
ser la gota definitiva, esta vez sí que sí, que sacara a la mayoría silenciosa
a las calles a cabalgar los leones de bronce.
Pero se obró el
milagro, también, como todos, no por la sangre de Cristo, sino por la del
hombre, o de la mujer en este caso, que la cedió por pura solidaridad, a pesar
de que a ella no la trajeron de África como a sus jefes. Teresa Romero se ha curado gracias a ella y porque la han atendido los expertos, porque ella misma ha luchado con lo que
importa, que es lo que guardamos dentro, digan lo que nos digan desde fuera:
voluntad y entereza. Los políticos que se hagan a un lado, a ver si así curamos
un país que también está enfermo.
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