viernes, 3 de octubre de 2014

Miguel Blesa


Miguel Blesa de la Parra (Linares, 8 de agosto de 1947, Leo) tiene pinta de loro enteco, valetudinario y resabiado. A Miguel Blesa se le ha ido cayendo la cara desde el pico ganchudo de la nariz, no de vergüenza, sino de ausencia de cosméticos, que en la farmacia de la cárcel no dispensan la L’Oreal para los rostros, sino para mantener firmes los anos de los presos, que de tanto mancillarlos se descuelgan, se afean y se ensanchan; y claro, no es lo mismo. Miguel Blesa ha perdido también la soberbia de la mirada y el plumaje de la melena, que antes le crecía tan erguida y poderosa que tenía que aplacarla con gomina, laca o afeites, estilo Gordon Gecko, el personaje ochentero que tan bien interpretara Michael Douglas en Wall Street.

Miguel Blesa, licenciado en Derecho, debió de fijarse mucho en el personaje mencionado, imitándolo en el peinado, los trajes y la actitud. Miguel Blesa debía de verse a sí mismo como un depredador financiero, un hombre poderoso de los de hacer y deshacer a su antojo, de ver a la gente diminuta desde su despacho en Caja Madrid de la Torre Kio, de alternar únicamente con lo más granado de la sociedad, que no siempre es lo mejor. Miguel Blesa asumió que él no era como los demás, que la educación y la moral corrientes no van con él y que eso de las mujeres y los niños primero es para los fontaneros, los obreros y los dependientes. Él no era un hombre, sino un superhombre al estilo nietzscheano, ese que busca y encuentra su propia ética, una que no coarta ambiciones ni apetitos, esa del primero yo, le pese a quien le pese. Así es como resulta sencillo timar a enfermos, ancianos e iletrados; así es como se puede tirar de tarjeta cuando la entidad que se preside está en números rojos; así es como puede uno indignarse si le meten en la cárcel. Miguel Blesa se ha creído con más derechos que los demás, porque su poder le daba el derecho. Él creía, como muchos poderosos, que vivía en la jungla, donde el fuerte se come al débil y no hacerlo es contra natura.


Su uso rapaz de la tarjeta negra de Caja Madrid fue su canto del cisne, su último rugido contrariado y rencoroso de rey defenestrado. Cuentan los fabulistas que el loro ya no vuela, que ríe poco y tose mucho. Que ya no frecuenta los hombros protectores de sus amos, que la humanidad le resulta chabacana y maloliente. Vuela raso ahora el loro que quería ser gaviota.

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