Miguel Blesa de la
Parra (Linares, 8 de agosto de 1947, Leo) tiene pinta de loro enteco, valetudinario
y resabiado. A Miguel Blesa se le ha ido cayendo la cara desde el pico ganchudo
de la nariz, no de vergüenza, sino de ausencia de cosméticos, que en la
farmacia de la cárcel no dispensan la L’Oreal para los rostros, sino para
mantener firmes los anos de los presos, que de tanto mancillarlos se descuelgan,
se afean y se ensanchan; y claro, no es lo mismo. Miguel Blesa ha perdido también
la soberbia de la mirada y el plumaje de la melena, que antes le crecía tan erguida
y poderosa que tenía que aplacarla con gomina, laca o afeites, estilo Gordon
Gecko, el personaje ochentero que tan bien interpretara Michael Douglas en Wall Street.
Miguel Blesa,
licenciado en Derecho, debió de fijarse mucho en el personaje mencionado,
imitándolo en el peinado, los trajes y la actitud. Miguel Blesa debía de verse
a sí mismo como un depredador financiero, un hombre poderoso de los de hacer y
deshacer a su antojo, de ver a la gente diminuta desde su despacho en Caja
Madrid de la Torre Kio, de alternar únicamente con lo más granado de la
sociedad, que no siempre es lo mejor. Miguel Blesa asumió que él no era como
los demás, que la educación y la moral corrientes no van con él y que eso de las
mujeres y los niños primero es para los fontaneros, los obreros y los
dependientes. Él no era un hombre, sino un superhombre al estilo nietzscheano,
ese que busca y encuentra su propia ética, una que no coarta ambiciones ni
apetitos, esa del primero yo, le pese a quien le pese. Así es como resulta
sencillo timar a enfermos, ancianos e iletrados; así es como se puede tirar de
tarjeta cuando la entidad que se preside está en números rojos; así es como
puede uno indignarse si le meten en la cárcel. Miguel Blesa se ha creído con
más derechos que los demás, porque su poder le daba el derecho. Él creía, como
muchos poderosos, que vivía en la jungla, donde el fuerte se come al débil y no
hacerlo es contra natura.
Su uso rapaz de la
tarjeta negra de Caja Madrid fue su canto del cisne, su último rugido contrariado
y rencoroso de rey defenestrado. Cuentan los fabulistas que el loro ya no
vuela, que ríe poco y tose mucho. Que ya no frecuenta los hombros protectores
de sus amos, que la humanidad le resulta chabacana y maloliente. Vuela raso ahora
el loro que quería ser gaviota.
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