María de las Mercedes
Milá Mencos (Esplugas de Llobregat, 4 de abril de 1951, Aries) gasta ojillos y
nariz de bruja de cuento, de esas que te ofrecen al tiempo una sonrisa llena de
encías y la manzana emponzoñada. A Mercedes Milá se le vislumbra ya la calavera
bajo la piel tazada, por mucho que se cambie el peinado y se vista de suripanta
o de vicetiple, y por eso tiene el rostro filoso y agudísimo, digno garaje de
una mente incisiva y una lengua viperina de la que extrae el veneno para la
reineta que te sirve en plató antes de entrevistarte.
Porque Mercedes Milá es
periodista inveterada, de esas que ya no hay aunque lo intenten, esas que
habrían enorgullecido a la santa Inquisición, a los chinos de Fu-Manchú o a la
Policía de Los Ángeles, que en una misma agente tendría al poli bueno y al poli
malo. Mercedes Milá recurre a ese truco tan viejo que casi lo inventó ella de
servirte el halago para relajarte y preguntarte a continuación por cómo
perdiste la virginidad. Primero el dulce y después lo salado, y así les quita a
las princesas las sedas y los brocados y me las deja en pelotas ante la cámara
para que veamos que las princesas no existen y que en el fondo somos todos igual
de villanos.
Mercedes Milá lleva
tantos años haciendo esto en sus interviús que probablemente ya ni siquiera
tiene que preguntar, sino que le basta con echarte un buen vistazo y escucharte
decir “hola, buenas noches”. Y como las buenas brujas, que no las brujas
buenas, con eso ya te desviste el alma y te la pone ante el espejo. Evidentemente,
ella se ha visto en el espejo muchas veces, y sabe tan bien lo que todos guardamos
dentro que le importa un huevo lo que se vea por fuera. Por eso grita, rebuzna,
aspavienta, se toca los pechos y enseña las bragas. La Milá renunció a su
aristocracia porque sabe que lo de la sangre azul es un cuento, y ella, como
bruja y periodista, no existe para contarlos, sino para mostrar la realidad que
hay debajo, desnudar a las princesas y descubrir que no hay príncipes
encantados, sino un montón de enanos.
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