Leonard Norman Cohen
(Montreal, 21 de septiembre de 1934, Virgo) es hoy un trasunto de Joaquín
Sabina y Dustin Hoffman con sombrero de gángster. Leonard Cohen es un anciano
gemebundo, un bello estragado por la edad, un judío canadiense y un trovador de
voz anginosa. Pero sobre todo, Leonard Cohen es un coñazo, un esqueleto trajeado
que alberga a duras penas la soberana pesantez de la voz monótona de su alma. Sus
admiradores la denominarán cadenciosa, pero a mí me falta inglés para
admirarle, así que cuando canta solo me llega algo así como el rumor de un trasatlántico,
ese que te aletarga, te acuna y te duerme.
Tiene su interés que
Leonard decidiera pasarse a la música porque no tenía éxito como poeta. Es aún
más significativo que se recluyera en un monasterio durante cinco años donde
fue ordenado monje zen con el sobrenombre de Jikan o Silencio. Imagino
que allí le pedirían leer algo suyo para que sonara de fondo mientras rezaba el
sumo sacerdote, pues no se me ocurre a nadie mejor que Leonard Cohen para
murmurar el Om, ese rumor vibrante y
monocorde, ese sonido primordial, esa radiación de fondo que es el eco del Big
Bang. La última anécdota reveladora es que la prensa más cachonda ha dicho de
él que es “el depresivo no químico más potente del mundo”.
A pesar de todo esto, le
otorgaron el Premio Príncipe Asturias de las Letras allá por 2011, quizá por
haber reconocido públicamente que García Lorca influyó en su obra y que su
carrera musical adolescente se inició con una guitarra clásica. A los españoles
nos gusta mucho que un artista extranjero diga que nuestro folclore ha influido
en su estilo o en su carrera, y qué menos que darle un poco de bombo al asunto
con un premio gordo.
Ese espaldarazo (y las
necesidades económicas) llevaron a Leonard Cohen a seguir dando guerra, y hoy
martes presenta en Londres su nuevo disco, Popular
problems. Supongo que será más de lo mismo, con lo que no quiero decir que
sea malo. Seguramente sus letras tengan mensaje, resulten profundas e incluso
conmovedoras, al igual que su poesía. Pero sin conocer bien el idioma, el
mensaje de canciones y poemas no atraviesa la barrera definida y plomiza del Om de Cohen. Ya saben:
ommmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmm…
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